Por Marcos Roitman Rosenmann / Tomado de La Pupila Insomne
Los parlamentos, sedes reservadas a la
producción de leyes, mutan en escenarios circenses. Un habitáculo donde
se descalifica y caricaturiza al adversario. Sea cual sea el partido
político, sus representantes, cuando hacen uso de la palabra, se alejan
de la tarea legislativa. La presencia de los medios de comunicación en
el hemiciclo, convierte a los diputados en actores. La transmisión en
directo da la puntilla a la labor fiscalizadora de la Cámara. Sus
señorías son conscientes de lo importante de su perfil. Saben que sus
seguidores los evalúan según el nivel de insultos. De tal forma que no
buscan explicar, comprender o justificar las decisiones que afectan a la
ciudadanía. Los plenarios se han denominado sesiones broncas. Centran
su atención en sacar trapos sucios. Saben que la prensa recogerá esos
momentos y los periodistas, de cualquier color, se esmeran en destacar
la metedura de pata, el insulto más soez o la insidia mejor construida.
Los ejemplos sobran. Las imágenes son transmitidas en directo y
posteriormente rescatadas en las tertulias, informativos, etcétera. El
resultado acaba siendo un rechazo y una desafección hacia la política.
La señal de cansancio y hartazgo de la ciudadanía toma la forma de una
frase que se repite: son todos iguales
. Y lo que era una
actividad noble se convierte en un estercolero donde cohabitan los
políticos. Es triste observar sesiones parlamentarias con diputados y
senadores leyendo la prensa, jugando en sus tablet o prestando atención a sus teléfonos móviles.
No se trata de idealizar el parlamento ni degradar a sus parlamentarios. No todos los políticos son iguales. Las diferencias ideológicas, la moral, los principios sobre los cuales se ejerce el cargo público es punto de referencia. Pero el papel pedagógico, forjador de ciudadanía política, se ha perdido. Sus señorías están más pendientes de los comentarios en redes que dotar a la militancia de argumentos para el debate. La responsabilidad, el sentido ético, la dignidad, se difuminan ante el voto obligado, la falta de autonomía personal, y la nula relación entre el programa y su acción de gobierno.
Sabemos que mucha de la actividad parlamentaria no es conocida. Desde el trabajo en las comisiones hasta presentar mociones, proyectos no de ley, fiscalizar presupuestos, etcétera. Pero todo ello se obvia hasta desaparecer. Lo único que se observa es la mediocridad que hunde la política y desacredita a quienes la ejercen. Parece ser que se han empeñado en hacer de la actividad política una labor sólo apta para gentes sin escrúpulos, cuyo objetivo es disfrutar del poder y sus mieles. Dan entrevistas a la prensa rosa, muestran sus viviendas, sus gustos culinarios, posan con sus mejores galas o se vanaglorian de sus currículums y ser ministros con treinta y pocos años. Son el símbolo del éxito y el empoderamiento. Sin embargo, para quienes ven en acción política un compromiso social con su tiempo y su sociedad, supone un hándicap, además de concitar rechazo. Luego no se explican la crisis de militancia y la mala prensa. El resultado es la desmovilización, desafección que acaba por legitimar discursos antidemocráticos, donde se imponen iluminados, empresarios, militares y fundamentalistas religiosos que suman cada vez más adeptos que se aprovechan de la infraestructura de los partidos para auparse al poder bajo la necesidad de limpiar el país de políticos.
Escándalos, malversación de fondos, abuso de poder, utilización torticera de la justicia, enriquecimiento indebido, cohecho, violencia de género y un desprecio hacia sus conciudadanos amplificado en la era del capitalismo digital, sacude a los políticos. La crítica personal y la descalificación, sustituye al debate pausado y de ideas. Recuperar el valor educativo y pedagógico es responsabilidad de quienes actúan en la esfera política. Vidas ejemplares, no monásticas. Mandar obedeciendo parece ser la opción democrática para recuperar la dignidad del quehacer político, ¿será posible? (La jornada)
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