Cuando llegaste a Nicaragua creías conocer los niños de la guerra. Venías de aquella otra y con los años descubriste cuanto, lamentablemente, podían parecerse. También con los años aprendiste lo peligroso que podían llegar a ser. Mientras tú jugabas con pistolas de aluminio o plástico, otros como tú cargaban armas más grandes que ellos mismos.
Casi
treinta años después, cuando lograste entrar en el barrio de Bel-air, allá en
Puerto Príncipe, y te sentaron en un banco de madera en un patio de tierra,
contra una pared descascarada, tu amigo y tú pensaron inevitablemente que
serían ejecutados. La imagen de un hombre viejo, cansado y de machete en mano
contrastaba con la del niño a su lado que revoloteaba impaciente la cuarenta y
cinco mirándolo-mirándote insistentemente como pidiéndole permiso.
Pero
entonces nada sabías de eso. El dolor de tus primeros muertos te llevó hacia
esa guerra verde. Y agradecías que fuera así; no habías querido morir en la
tierra reseca de África; te estremeció el cementerio improvisado donde al
atardecer se levantaba aquel polvo rojizo y donde te despediste por primera vez
de tus amigos el día de tu partida.
Y aquí,
uno de esos niños casi te vacía el cargador la primera noche cuando te bajaste
de la hamaca y saliste a un claro para fumar; error que no volviste a cometer.
Luego
te dijeron que te veías raro con esa cámara y el kalashnikov que no soltabas.
Te veías raro, seguramente, porque en la prisa y a falta de uniforme, llevabas
el mismo pantalón de camuflaje que usaste en Angola; y porque eras más alto, y
más rubio, y porque hace poco habían tumbado el avión de Hassenfuss, y el
piloto mercenario se veía ridículo, manos atadas por una soga cualquiera;
conducido como buey manso por dos adolescentes que no le llegaban al hombro.
Y a ti
te llamaban la atención esos niños, y aprendiste que les llamaban “cachorros”,
que muchos eran los únicos sobrevivientes de alguna matanza de la Contra; que a
otros, los padres preferían tenerlos ubicados, de tanto que se escapaban para
rogar les admitiesen en algún Batallón de Lucha Irregular.
Pero
contigo no hablaban. No lo hicieron durante días; hasta que te hiciste esa tonta
herida en la mano y alguno te oyó soltar una grosería en el buen cubano que
hasta ese momento pretendiste esconder.
Había
duda en sus ojos, y algo parecido a la vergüenza cuando te preguntó y le
confirmaste que eras cubano. Todos pensaban que usted era ruso – dijo luego.
Y su
mirada cambió esa vergüenza por dolor; uno que apenas pudiste adivinar. Quiso
darte la mano antes de explicarte.
A poco
de llegar a ese batallón, cuando cansados de verle nuevamente, dejaron ya de
mandarlo de regreso a casa, llegó un médico cubano que recorrió con ellos los
trechos. Nunca supo cómo llegó ahí, ni cómo lo hiciste tú ni por qué. No le
hablaba, como casi nadie lo hizo contigo durante muchos días; pero el médico
estaba cerca de él en cada combate. Sólo le veía retrasarse cuando algún
muchacho caía herido y el intentar ayudarle le retenía.
Un día
en que se trasladaban en camiones hacia otra zona, cayeron en una emboscada de
la Contra. Blanco fácil como eran encima de los vehículos, se paralizó viendo
caer a sus amigos. Sintió entonces que lo agarraban de la mochila y lo lanzaban
al piso. Un peso enorme le impidió moverse durante toda la refriega. Cuando
todo paró; tuvieron que quitarle al hombre de encima. El médico estaba muerto y
la suya había cubierto esa otra vida que apenas comenzaba.
Atentamente,
Rosca Izquierda
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