domingo, 3 de diciembre de 2023

Crónicas del Sentimiento: El Ruso


 Eugene Hassenfus capturado en Nicaragua. Puso al descubierto la guerra sucia de Ronald Reagan y sus secuaces contra la Nicaragua sandinista

Cuando llegaste a Nicaragua creías conocer los niños de la guerra. Venías de aquella otra y con los años descubriste cuanto, lamentablemente, podían parecerse. También con los años aprendiste lo peligroso que podían llegar a ser. Mientras tú jugabas con pistolas de aluminio o plástico, otros como tú cargaban armas más grandes que ellos mismos.

Casi treinta años después, cuando lograste entrar en el barrio de Bel-air, allá en Puerto Príncipe, y te sentaron en un banco de madera en un patio de tierra, contra una pared descascarada, tu amigo y tú pensaron inevitablemente que serían ejecutados. La imagen de un hombre viejo, cansado y de machete en mano contrastaba con la del niño a su lado que revoloteaba impaciente la cuarenta y cinco mirándolo-mirándote insistentemente como pidiéndole permiso.

Pero entonces nada sabías de eso. El dolor de tus primeros muertos te llevó hacia esa guerra verde. Y agradecías que fuera así; no habías querido morir en la tierra reseca de África; te estremeció el cementerio improvisado donde al atardecer se levantaba aquel polvo rojizo y donde te despediste por primera vez de tus amigos el día de tu partida.

Y aquí, uno de esos niños casi te vacía el cargador la primera noche cuando te bajaste de la hamaca y saliste a un claro para fumar; error que no volviste a cometer.

Luego te dijeron que te veías raro con esa cámara y el kalashnikov que no soltabas. Te veías raro, seguramente, porque en la prisa y a falta de uniforme, llevabas el mismo pantalón de camuflaje que usaste en Angola; y porque eras más alto, y más rubio, y porque hace poco habían tumbado el avión de Hassenfuss, y el piloto mercenario se veía ridículo, manos atadas por una soga cualquiera; conducido como buey manso por dos adolescentes que no le llegaban al hombro.

Y a ti te llamaban la atención esos niños, y aprendiste que les llamaban “cachorros”, que muchos eran los únicos sobrevivientes de alguna matanza de la Contra; que a otros, los padres preferían tenerlos ubicados, de tanto que se escapaban para rogar les admitiesen en algún Batallón de Lucha Irregular.

Pero contigo no hablaban. No lo hicieron durante días; hasta que te hiciste esa tonta herida en la mano y alguno te oyó soltar una grosería en el buen cubano que hasta ese momento pretendiste esconder.

 Sólo entonces se te acercó uno de ellos. La conversación fue tímida al principio, y de a poco se fue soltando. Tenía catorce años y dos en el batallón.

Había duda en sus ojos, y algo parecido a la vergüenza cuando te preguntó y le confirmaste que eras cubano. Todos pensaban que usted era ruso – dijo luego.

Y su mirada cambió esa vergüenza por dolor; uno que apenas pudiste adivinar. Quiso darte la mano antes de explicarte.

A poco de llegar a ese batallón, cuando cansados de verle nuevamente, dejaron ya de mandarlo de regreso a casa, llegó un médico cubano que recorrió con ellos los trechos. Nunca supo cómo llegó ahí, ni cómo lo hiciste tú ni por qué. No le hablaba, como casi nadie lo hizo contigo durante muchos días; pero el médico estaba cerca de él en cada combate. Sólo le veía retrasarse cuando algún muchacho caía herido y el intentar ayudarle le retenía.

Un día en que se trasladaban en camiones hacia otra zona, cayeron en una emboscada de la Contra. Blanco fácil como eran encima de los vehículos, se paralizó viendo caer a sus amigos. Sintió entonces que lo agarraban de la mochila y lo lanzaban al piso. Un peso enorme le impidió moverse durante toda la refriega. Cuando todo paró; tuvieron que quitarle al hombre de encima. El médico estaba muerto y la suya había cubierto esa otra vida que apenas comenzaba.

 Y ese muchacho vino a  darte la mano, a agradecerte, y tú no tuviste palabras para él, porque en realidad no era de ti de quien se despedía, sino de aquel otro hombre, de aquel fantasma que tal vez estuviera esperándolo en algún lugar de las montañas de Jinotega.

 

Atentamente,

Rosca Izquierda

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