lunes, 10 de abril de 2023

Nosotros, los bárbaros


¿Quién es más «bárbaro», el indígena «incivilizado» de la selva amazónica, o los millonarios y cultos accionistas de todas las empresas que se enriquecen a costa de su deforestación? 

Como comodín del explotador, la idea del bárbaro nunca ha dejado de ser útil.

Por Ernesto Estévez Rams / Tomado de Granma

Damos por sentado que guerras mundiales hemos tenido dos; sin embargo, si nos atenemos a un criterio de no seguir por lo que otros nombran, guerras mundiales hemos tenido una continua desde que eso que llamamos Occidente se inventó a sí mismo, con el descubrimiento de América.

Los imperialismos europeos, descubriendo que el planeta era redondo, hicieron de cada región un escenario de batallas, a veces navales, a veces terrestres, pero siempre fueron menos los tiempos de tregua que aquellos de guerras. De manera creciente, como escenario de sus repartos de las tierras de otros, como botín de disputa, y esos otros poniendo el grueso de los muertos.  Y no pensemos que «otros» se refiere siquiera a lo extraeuropeo, pues, para la visión del mundo de aquellos que se repartieron el hemisferio nuevo, todo al este del Danubio era, sospechosamente, poco civilizado. La idea no era nueva. Ya desde tiempos romanos, otros eran aquellos que no heredaban la tradición grecolatina, y a lo que con el tiempo se le llamó Austria. Oesterreich fue nombrada como «tierras del este», y se le veía como un territorio de contención entre ellos y los habitantes allende el Danubio tildados de primitivos, es decir, de bárbaros.

El término bárbaro tiene su origen en la Grecia clásica, y se refería a los pueblos que no hablaban griego. Su etimología –se argumenta– viene de una voz onomatopéyica que se imitaba como bar-bar, la pronunciación ininteligible de los que no compartían el griego como lengua. Aunque su atribución dependía del idioma que hablase el otro, la idea luego se extendió a aquellos que no compartían la «pureza» de la cultura clásica, y eventualmente incluyó pueblos griegos en los confines del mundo helénico que hablaban algún tipo de dialecto griego. El término

nunca fue inocente, la

condición del otro como ajeno a los propios implicaba la justeza moral de esclavizarlos y, por tanto, justificaba esa condición violenta detrás de la superioridad cultural. Los romanos, como en tantas otras cosas, adaptaron el término a sus particulares contextos, y bárbaro terminó significando no-romano, connotando como primitivo e inferior, y justificando así invasión y sometimiento.

Con el invento de Occidente y la expansión colonial europea, es que el término alcanza una implicación global. Bárbaros eran todos aquellos sujetos para ser conquistados. Bárbaros eran los habitantes del Nuevo Mundo, necesitados de ser cristianizados, justificación de su servidumbre, pues, ajenos a la «civilización», vista como la portada por los conquistadores, el tutelaje piadoso

era condición necesaria para su salvación, aunque la realidad terminara siendo la del exterminio. Bárbaros eran los negros de África, necesitados como mano de obra esclava, igual sujetos de una cruzada civilizadora que los desterraba y les inculcaba la buena nueva de su suerte, a golpe de cepo y latigazos. Bárbaros eran los japoneses, con sus costumbres guerreras de un feudalismo superado por Occidente, y bárbaros eran los chinos, amarillos, a los que nadie entendía y poco importaban, si aseguraban cambiar sus recursos por el opio impuesto. Bárbaros eran los indios, con sus turbantes y sus culturas más enigmáticas aún. Bárbaros eran los territorios que el infame Cook fue descubriendo e incorporando al imperio británico. Bárbaros eran los árabes, con su orientalismo excitante y exótico, sus voluptuosidades y sus desenfrenos. Bárbaro era el otomano amenazante, y el fascinante egipcio, y el asirio, y los herederos babilónicos, y los persas, y los pueblos del vientre de Asia.

Bárbaros también eran los eslavos, esos pueblos con un cristianismo diferente. Y los rumanos, esos extraños pueblos de campesinos hoscos, con lengua con origen en el latín. Bárbaros terminaron siendo los griegos, ¡madre mía!, tan relegados a cabras y pastores. No hay nada casual en que los vampiros fueran de tierras bárbaras y Frankenstein, aunque hijo de la ciencia, descarriada degeneración de tierras germanas donde se jugaba al aprendiz de brujo con instrumentos más allá de su entendimiento. Retamar nos recuerda, en ese texto De Drácula, Occidente, América y otras invenciones, que el Drácula de Bram Stoker comienza certificando que al este del Danubio, más allá de Oesterreich, estaba lo incógnito, lo atemorizante, y era territorio de terribles realidades fantásticas.

Incorporado a occidente, después del exterminio y la prevalencia absoluta blanca, ee. uu. se apropió, sin complejo alguno, de la noción del otro bárbaro. La usaron para exterminar la población originaria, y la usaron para justificar su esclavismo posindependencia. La usó Walker para invadir a Nicaragua, y la usó Teddy Roosevelt para agredir a Colombia. La usaron para justificar la Enmienda Platt. Y la usaron para justificar el golpe de Estado en Chile, cuando un funcionario yanqui dijo que, si el pueblo chileno no comprendía por quién debía votar, ee. uu.  tenía el deber de rectificarles la ignorancia.

Pero bárbaros también son los obreros que luchan, el campesino que se subleva. Bárbaros eran los que intentaron asaltar el cielo en el París de la Comuna, y los que tomaron el Palacio de Invierno. Bárbaros eran los anarquistas de Chicago, y también Sacco y Vanzetti. Bárbaro era Malcolm x, y bárbara era Lolita Lebrón. Bárbara era Nina Simone y bárbaro era George Floyd. Bárbaros son los pobres que hoy pelean por su suerte en Perú.

Y es que, como comodín del explotador, la idea del bárbaro nunca ha dejado de ser útil. Miren en cualquier película de Hollywood la imagen de nuestras tierras. Tierras de violencia, de narcos, de corruptos, de calles sucias, de carretas y de analfabetos, de buenos salvajes, dóciles al yanqui superior, y de malos salvajes carentes de sensibilidad humana, de bailes exóticos, de autócratas, de guerrilleros sanguinarios, tierras de moralidad dudosa, tierras de bárbaros. Escuchen a sus presidentes, a sus periódicos y a sus noticieros hablar de nosotros, y medir nuestro éxito en términos de cómo imitamos sus civilizadas maneras, no solo políticas, sino culturales.

Dice el anfitrión del programa más visto de la cadena Fox News, Tucker Carlson, refiriéndose a los árabes, que no se puede confiar en pueblos que no usan cubiertos ni papel sanitario. Exclama un exaltado político, en un evento electoral en ee. uu., que no se puede confiar en un país, refiriéndose a los chinos, donde sus habitantes se comen sus mascotas. Una comentarista de televisión en Perú justifica la violencia contra los pobres, porque el cuerpo policial no entiende a los manifestantes que no hablan español. Dice el señor Borrell, Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, que «los europeos hemos construido la Unión Europea como un jardín a la francesa, ordenadito, bonito, cuidado, pero el resto del mundo es una jungla». Europa es un jardín, el resto somos bárbaros.

No lo olviden, somos bárbaros. Algunos de nuestras tierras lo aceptarán como maldición calibanesca, pero otros, cada vez más, como lo que nos define diferente al otro, diferente al que conquista, diferente al que subyuga, diferente al que explota. Somos hermosamente bárbaros, y el futuro es nuestro, váyanse acostumbrando a ello.

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