A cien años de la Revolución Rusa es necesario re-examinar esa experiencia por la importancia que tiene, en sí mismo, el conocimiento de la primera revolución proletaria triunfante en el plano nacional (la Comuna, como se recordará, se limitó a la ciudad de París).
Pero también para extraer algunas lecciones que nos parecen de suma utilidad para el análisis de los desafíos que enfrentan las experiencias progresistas y de izquierda en la América Latina contemporánea. En otras palabras, no estamos proponiendo un ejercicio de arqueología política sino una reflexión sobre un gran acontecimiento del pasado cuyas luces pueden servir para iluminar el presente.
Quisiera comenzar planteando en primer lugar las dificultades que acechan cualquier tentativa de realizar un balance de un proceso histórico tan complejo como un cambio revolucionario. Se cuenta que cuando al líder chino Zhou En Lai se le preguntó que pensaba de la Revolución Francesa su respuesta dejó pasmado a sus interlocutores occidentales: “es demasiado pronto para saber”. Lo mismo repitió uno de sus compatriotas en un seminario convocado en París para conmemorar los doscientos años de aquella gesta de 1789. Más allá de lo anecdótico estas observaciones son de un cierto valor metodológico a la hora de formularnos la misma pregunta sobre la Revolución Rusa. ¿Cuál es su legado?
El pensamiento convencional, inficionado por los valores conservadores de la burguesía y de la academia, emite un diagnóstico terminante: aquella fue una aberración que tenía fatalmente que culminar en el totalitarismo para luego desplomarse por el peso de su extravagancia histórica. Para autores inscriptos en esa corriente interpretativa la Revolución Rusa fue un doloroso paréntesis en la hegeliana marcha de Europa hacia la libertad.
Claro que una reflexión más sobria ofrecería una visión diferente: la de una revolución que transformó al país más atrasado de Europa en una fortaleza industrial y militar que jugó un papel decisivo en la derrota del fascismo; que posibilitó erradicar la plaga del analfabetismo que sumergía a la enorme mayoría de la población, sobre todo la femenina, en las sombras de la ignorancia y la superstición; que propició un desarrollo científico y técnico que le permitió neutralizar el chantaje atómico a que había sido sometida por Estados Unidos luego del holocausto de Hiroshima y Nagasaki y, como si lo anterior fuera poco, tomó la delantera en la carrera espacial con el lanzamiento del primer satélite artificial de la historia.
No sería exagerado decir, en consecuencia, que la historia contemporánea se divide en un antes y un después de la Revolución Rusa. No fue una más de las tantas revueltas populares contra un orden insoportablemente injusto pues marcó un quiebre histórico que desde la rebelión de Espartaco venía signada, hasta la Comuna de París, con la marca de la derrota.
Según John Roemer, “la revolución bolchevique fue, pienso, el evento político más importante ocurrido desde la revolución francesa porque convirtió en realidad para centenares de millones, o quizás miles de millones, de personas por primera vez desde 1789 el sueño de una sociedad basada en una norma de igualdad más que en una norma de avaricia y ambición.”
Por supuesto, el pensamiento convencional de la burguesía, y de las ciencias sociales, ha dado su veredicto y, como decíamos más arriba, lo ha instalado como una verdad irrefutable: la RR fue una gran tragedia, un desgraciado error, un monumental fracaso que provocó un sinfín de pesares a la humanidad. Se trata de un diagnóstico para nada inocente.
Los pensadores de la burguesía oscilan entre dos actitudes: o se desviven por ignorar a la RR, fingir que no hubiera existido y, cuando esto es imposible, satanizarla sin miramiento alguno.
El reverso de ese planteamiento es nada menos que la reafirmación del carácter eterno del capitalismo, o la imposibilidad de la revolución, o su previsible monstruosa degeneración. Para los pensadores del orden vigente lo anterior es prueba irrefutable de que el capitalismo es la Santísima Trinidad de nuestro tiempo: lo que fue, lo que es y lo que será. Es imprescindible desmontar esta tergiversación de la verdad histórica.
Ocaso o continuidad del ciclo revolucionario
A tal efecto comenzaría diciendo que más allá del vergonzoso derrumbe de la experiencia soviética (¡la más grande revolución en la historia de la humanidad se derrumbó sin disparar un solo tiro!, recordaba Fidel) y los avatares sufridos por lo que podría adecuadamente caracterizarse como el “primer ciclo” de las revoluciones socialistas, nada autoriza a pensar que la tentativa de las masas populares de “tomar el cielo por asalto” se encuentre definitivamente cancelada o que con el triunfo del capitalismo ante el colectivismo soviético hayamos llegado al final de la historia, tal como lo propone Francis Fukuyama.Dos razones avalan esta presunción: por un lado, porque las causas profundas, estructurales, que produjeron aquellas irrupciones del socialismo en Rusia, China, Vietnam, Cuba –irrupciones inevitablemente prematuras, como aseguraba Rosa Luxemburgo pero no por ello necesariamente destinadas al fracaso- siguen siendo hoy más vigentes que nunca.
La vitalidad de los ideales y la utopía socialistas se nutren a diario de las promesas incumplidas del capitalismo y de su imposibilidad congénita e insanable para asegurar el bienestar de las mayorías. Otra sería la historia si aquél hubiera dado pruebas de su aptitud para transformarse en una dirección congruente con las exigencias de la justicia y la equidad.
Pero, si algo enseña la historia de los últimos treinta años, la época de oro de la reestructuración neoliberal del capitalismo, es precisamente lo contrario: que éste es “incorregible e irreformable” y que si se produjeron progresos sociales y políticos significativos durante la luminosa expansión keynesiana de la posguerra –en donde el capitalismo ofreció todo lo mejor que puede ofrecer en términos de derechos ciudadanos y bienestar colectivo, como lo anotara la inolvidable Ellen Meiksins Woods– aquéllos no nacieron de su presunta vocación reformista sino de la amenazante existencia de la Unión Soviética y el temor a que las masas europeas fuesen “contagiadas” por el virus comunista que se había apoderado de la Rusia zarista.
Fue esto lo que estuvo en las bases de las políticas de extensión de derechos sociales, políticos y laborales de aquellos años y no una convicción profunda de la necesidad de producir tales cambios. Diversos autores han insistido sobre este punto al afirmar que la fortaleza del movimiento obrero y los partidos socialistas y comunistas europeos fueron amenazantes reflejos de la existencia del campo socialista tras la derrota del fascismo.
Pero una vez desintegrada la Unión Soviética y desaparecido el campo socialista el supuesto impulso progresista y democratizador del capitalismo se esfumó como por arte de magia. En su lugar reaparecieron la ortodoxia neoliberal y los partidos neoconservadores con su obstinación por revertir, hasta donde fuese posible, los avances sociales, económicos y políticos logrados en los años de la posguerra. El resultado es una Europa que hoy es mucho más injusta que hace treinta años.
Los resultados de tales políticas han sido deplorables, no sólo en la periferia capitalista europea –Grecia, España, Portugal, Irlanda, etcétera- sino también en los países del centro que aplicaron con mayor empecinamiento la receta neoliberal, como el Reino Unido y, principalísimamente, Estados Unidos. La clave interpretativa de la victoria de Donald Trump reside precisamente en eso. Como veremos más adelante la reestructuración regresiva del capitalismo ha tenido connotaciones sociales tan negativas que la validez del socialismo como “crítica implacable de todo lo existente” sigue siendo ahora tanto o más contundente que antes. En efecto, el capitalismo actual se puede sucintamente caracterizar por tres grandes rasgos:
- Primero,
una fenomenal concentración de la riqueza, tema central de la obra de
Thomas Piketty que comprueba como en doscientos años el capitalismo no
hizo otra cosa que acrecentar la proporción de la riqueza social en
manos de la burguesía y aumentar la desigualdad económica. Téngase en cuenta, a modo de ejemplificación, lo siguiente:
- 8 individuos –no empresas, sino individuos- tienen la misma riqueza que la mitad de la población mundial. Ni Marx, Engels y Lenin en sus peores pesadillas podían haber imaginado algo así. Pero eso es lo que existe hoy.
- El 1 % más rico de la población mundial tiene más riqueza que el 99 por ciento restante y la tendencia no da muestras de atenuarse sino todo lo contrario.
- Segundo,
por una intensificación de la dominación imperialista a escala mundial,
sobre todo después de la desintegración de la URSS, para asegurarse
recursos económicos no renovables e indispensables para el sostenimiento
del modelo de consumo de EEUU y los países del capitalismo
metropolitano.
- Unas mil
bases militares de EEUU en todo el mundo y Estados Unidos, el gendarme
capitalista mundial, convertido en una plutocracia guerrera cuyas
fuerzas están presentes en cada rincón del planeta para preservar la
estabilidad del capitalismo global.
- 80 bases oficialmente contadas en América Latina y el Caribe con una tendencia creciente.
- La OTAN
reuniendo la mayor acumulación de fuerzas y pertrechos militares sobre
la frontera de Rusia desde la Segunda Guerra Mundial.
- Unas mil
bases militares de EEUU en todo el mundo y Estados Unidos, el gendarme
capitalista mundial, convertido en una plutocracia guerrera cuyas
fuerzas están presentes en cada rincón del planeta para preservar la
estabilidad del capitalismo global.
- Una depredación sin precedentes del medio ambiente –la llamada “segunda contradicción del capitalismo” por James O’Connor- de la naturaleza, y tentativas de garantizar de manera exclusiva para EEUU el suministro de petróleo y de agua, recursos que existen en abundancia en América Latina.
- Pero si efectivamente no llegamos al fin de la historia consagrando el triunfo final del capitalismo y la democracia liberal y, por consiguiente, cerrando definitivamente las posibilidades de nuevas tentativas de “tomar el cielo por asalto”; si esto es así entonces se torna necesario formular una segunda hipótesis. Aún cuando el socialismo hubiese fracasado irreparablemente en sus diversas tentativas a lo largo del siglo veinte, y suponiendo también que el capitalismo hubiera logrado resolver sus profundas contradicciones, ¿cuáles son los antecedentes históricos o las premisas teóricas que permitirían pronosticar que nuevas revueltas anticapitalistas no habrían de producirse en el futuro? Sólo una absurda premisa que postule la definitiva extinción de la protesta social, o el congelamiento irreversible de la dialéctica de las contradicciones sociales podría ofrecer sustento a un pronóstico de ese tipo.
Lecciones de las revoluciones burguesas
Dado que lo anterior no sólo es improbable sino imposible, una ojeada a la historia de las revoluciones burguesas podría ser sumamente aleccionadora. En efecto, entre los primeros ensayos que tuvieron lugar en las ciudades italianas a comienzos del siglo XVI en el marco del Renacimiento italiano y la revolución inglesa de 1688 –¡la primera revolución burguesa triunfante!– mediaron casi dos siglos de intentos fallidos y derrotas aplastantes. Si bien el primer ciclo iniciado en Italia fue ahogado en su cuna por la por la reacción señorial-clerical, mucho más tarde habría de iniciarse otro, en el norte de Europa, caracterizado por una larga cadena de exitosas revoluciones burguesas.Ante lo cual surge la pregunta: ¿por qué suponer que las revoluciones anti-capitalistas tendrían tan sólo un ciclo vital, agotado el cual desaparecerían para siempre de la escena histórica? No existe fundamento alguno para sostener dicha posición, salvo que se adhiera a la ya mencionada tesis del “fin de la historia” que, dicho sea de paso, no la sostiene ningún estudioso medianamente serio de estos asuntos.
Siendo esto así, ¿por qué no pensar que estamos ante un reflujo transitorio –que podría ser prolongado, como en el caso de las revoluciones burguesas; o no, debido a la aceleración de los tiempos históricos– más que ante el ocaso definitivo del socialismo como proyecto emancipador? De hecho, uno de los rasgos de la crisis actual es que estalló producto de las contradicciones internas, irresolubles, generadas por la desorbitada financiarización del capitalismo y su desastroso impacto sobre la economía real. El desplome del 2008 –del cual aún las economías capitalistas no se han recuperado- no fue provocado por una oleada de huelgas o grandes movilizaciones de protesta en Estados Unidos o en Europa Occidental sino por la dinámica de las contradicciones entre las diversas fracciones del capital. Sin embargo, su resultado fue que, por primera vez en el mundo desarrollado, el tendal de víctimas del sistema reconoció que el causante de sus padecimientos (desempleo, caída de salarios reales, desalojos hipotecarios, etcétera) ya no eran los malos gobiernos (que por cierto los hay), o situaciones meramente coyunturales sino que el gran culpable era el capitalismo. Eso fue lo que plantearon los “indignados” en Europa y el movimiento Occupy Wall Street en Estados Unidos, lo cual revela un inédito salto en la conciencia popular y una promisoria evolución ideológica que les permite identificar con claridad la naturaleza del sistema que los oprime y explota.
Retomando el hilo de nuestra argumentación acerca de los ciclos de las revoluciones sociales quisiéramos expresar nuestro acuerdo con la postura adoptada por el “marxista analítico” John Roemer cuando afirma que el destino de un experimento socialista muy peculiar, el modelo soviético, “que ocupó un período muy corto en la historia de la humanidad” para nada significa que los objetivos de largo plazo del socialismo, a saber: la construcción de una sociedad sin clases, se encuentren condenados al limbo de lo imposible. Tal visión es considerada por este autor como “miope y anti-científica”: (a) porque confunde el fracaso de un experimento histórico con el destino final del proyecto socialista; (b) porque subestima las transformaciones radicales que la sola presencia de la Unión Soviética produjo en nuestro siglo y que, a través de complejos recorridos, hicieron posible un cierto avance en la dirección del socialismo. Dice Roemer que:
“Partidos socialistas y comunistas se formaron en cada país. Sería muy difícil evaluar los efectos globales de esos partidos en la organización política y sindical de los trabajadores, en la lucha antifascista de los años treinta y cuarenta, y en la lucha anticolonialista de los años de posguerra. Pero bien podría ser que el advenimiento del Estado de Bienestar, la socialdemocracia y el fin del colonialismo se deban, en su génesis, a la revolución bolchevique.”
Es más, tal como lo señala Doménico Losurdo en el texto ya mencionado todas las luchas coloniales, de los negros, de las mujeres, de las minorías y, por supuesto, de los obreros y a favor de la democracia tuvieron su fuente de inspiración en la Revolución Rusa. La extensión del sufragio en Europa de la posguerra no hubiera ocurrido de no haber mediado la toma del Palacio de Invierno y la instauración del gobierno de los soviets.
Es decir que la misma democracia burguesa recibió un impulso decisivo desde la lejana Rusia. Además, el genio político de Lenin permitió romper las artificiales barreras que separaban las luchas de los negros y los blancos; de los europeos y de las “naciones agrarias” y los asiáticos.
En suma: el revolucionario ruso convirtió a todas las luchas particulares en una sola gran lucha universal por la construcción de una nueva sociedad. Incluso puede decirse, con pruebas en la mano, que el proceso de “desegregación racial” en Estados Unidos fue decisivamente influenciado por la sola existencia de la Unión Soviética. La Corte Suprema de Estados Unidos que había reiteradamente sancionado la legalidad de la segregación en las escuelas públicas de ese país hasta 1952 cambió de parecer ese año tras recibir diversos informes que la exhortaban a ello porque, decían, el sostenimiento de la segregación de niños negros y blancos en las escuelas públicas alimentaba la campaña comunista de la URSS y desalentaba a los amigos de Estados Unidos.
¿Fracasos o derrotas?
Ahora bien: más a allá de todo lo anterior hay un tema central a dilucidar y es establecer una distinción entre el “fracaso” de un proyecto reformista o revolucionario y la “derrota” del mismo. ¿Es razonable decir que todas las experiencias del siglo pasado en realidad fracasaron (tesis que sostienen entre otros John Holloway, Michael Hardt y Antonio Negri) o no sería acaso más apropiado decir que fueron derrotadas? El fracaso supone un problema esencialmente endógeno; la derrota remite a una lucha, un conflicto, una oposición externa que se enfrenta al proyecto emancipatorio. Fracaso por mis propias limitaciones y debilidades; soy derrotado cuando alguien se opone a mis designios. Si bien existe un claroscuro, un área difusa intermedia en la cual fracaso y derrota se confunden es posible, sin embargo, establecer la predominancia de uno o de la otra.En el caso de la RR es indudable que el proceso adoleció de graves incoherencias internas, especialmente tras la muerte de Lenin, pero también lo es que se desarrolló bajo las peores condiciones imaginables: la crisis y la devastación de la primera posguerra, la guerra civil y la intervención, en ellas, de una veintena de ejércitos foráneos que asolaron el país, y luego, estabilizada la situación, la industrialización forzada, la colectivización forzosa del agro y la invasión alemana con su secuela de destrucción y muertes.
Bajo esas condiciones, hablar de “fracaso” es por lo menos un exceso del lenguaje y una infame acusación política. Viniendo al caso de América Latina, ¿hasta qué punto podría decirse que la experiencia de la Unidad Popular en el Chile de Allende fue un fracaso? Mucho más apropiado sería decir que fue un proyecto derrotado, por una coalición de fuerzas domésticas e internacionales bajo la dirección general de Washington que desde la noche misma del triunfo de Salvador Allende el 4 de Septiembre de 1970 ordenó, por boca de su presidente Richard Nixon, “hacer que la economía chilena gima. Ni una tuerca ni un tornillo para Chile”.
¿Qué sentido tiene entonces que algunos autores hablen del “fracaso” de la revolución cubana, acosada y asediada por más de medio siglo de bloqueo económico, comercial, diplomático, informático y mediático? ¿Y cómo caracterizar lo ocurrido en China y Vietnam? ¿Podría decirse sin más que son casos de “fracaso” del socialismo? ¿Es posible ya emitir un veredicto definitivo? ¿Por qué no pensar, en cambio, que la RR logró éxitos extraordinarios a pesar de tan difíciles condiciones: alfabetización masiva, promoción de la mujer, industrialización, defensa de la patria, derrota del fascismo. ¿Puede llamarse a esto un fracaso? ¿Por qué no revisar nuestra concepción del proceso revolucionario, dejando de lado la muy popular imagen que lo concibe como una flecha que asciende rada e ininterrumpidamente desde el pútrido suelo del capitalismo hacia el diáfano cielo del comunismo?
Álvaro García Linera ha reflexionado mucho sobre el tema, y en uno de sus ensayos dice algo que conviene tener muy en cuenta: “Cuando Marx analizaba los procesos revolucionarios, en 1848, siempre hablaba de la revolución como un proceso por oleadas, nunca como un proceso ascendente o continuo, permanentemente en ofensiva. La realidad de entonces y la actual muestran que las clases subalternas organizan sus iniciativas históricas por temporalidades, por oleadas: ascendentes un tiempo, con repliegues temporales después, para luego asumir, nuevamente, grandes iniciativas históricas.”
O, como dice en otra de sus intervenciones, el destino de los luchadores sociales no es otro que el de “luchar, vencer, caerse, levantarse, luchar, vencer, caerse, levantarse” hasta el fin. Esa es la dialéctica de la historia y eso es lo que una correcta epistemología no puede dejar de reflejar en sus análisis. Avances, estancamientos, retrocesos, nuevos saltos adelante, detenciones, otros avances y así siempre. Ese es el movimiento real, no ilusorio, de la historia.
Todo bien, pero ¿cómo explicar entonces el derrumbe de la RR? No es tarea para asumir aquí pero sí deberíamos enunciar unos pocos elementos causantes de su colapso. Por supuesto, la degeneración burocrática de la URSS ya era un factor sumamente negativo advertido por Lenin en sus últimos escritos, como también lo era la política de “coexistencia pacífica” y la tentativa de emular las formas productivas del capitalismo.
Esto lo señaló con su habitual fiereza el Che Guevara en su crítica a los manuales de economía de la URSS, los “ladrillos soviéticos” como él los llamaba. Pero además de esto estuvo la Tercera Revolución Industrial (microelectrónica, informática, automatización, toyotización, etcétera) que se erigió en un obstáculo formidable para un modelo económico fordista, de total estandarización de la producción en masa que por su rigidez burocrática y la enorme asignación de recursos para la defensa no pudo adaptarse a las nuevas condiciones de desarrollo de las fuerzas productivas. La intensificación de las presiones militares en contra de la URSS, que llega a su paroxismo con la “guerra de las galaxias” de Reagan, obligó a Moscú a desviar ingentes recursos para defenderse ante la belicosidad estadounidense.
A esto agréguesele el ataque combinado del más formidable tridente reaccionario del siglo veinte: Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Juan Pablo II, protagonistas de un ataque político y cultural de devastadores efectos ya dentro de las fronteras del campo socialista donde no por casualidad la Iglesia Católica había elegido a un Papa polaco para desde ahí socavar la estabilidad de las democracias populares del Este europeo. Por supuesto, la consideración de estas cuestiones excede con creces los límites de este trabajo, pero no queríamos dejar pasar inadvertido este crucial asunto. Agréguese a ello la asombrosa ineptitud de la dirigencia soviética para explicar que era lo que se estaba haciendo en la era post-estalinista, con Mijail Gorbachov a la cabeza, y qué sentido tenían todos esos cambios y hacia dónde se dirigía al país. En otras palabras, ni el partido ni los soviets eran ya organismos vivientes sino espectros ambulantes sin ninguna capacidad de expresión de la realidad social.
Siete tesis sobre política, reformismo y contrarrevolución en América Latina
Quisiera, por último, concluir esta breve reflexión planteando algunas lecciones de interés para las luchas actuales en Nuestra América. Y lo haré enunciando una serie de tesis, asumiendo que son correctas recordando aquel pionero trabajo de un gran sociólogo y antropólogo mexicano, Rodolfo Stavenhagen, justamente denominado “Siete tesis equivocadas sobre América Latina” y en las que demolía meticulosamente el saber convencional de las ciencias sociales de los años cincuenta y sesenta. Por eso me ha parecido conveniente aclarar que, en este caso, confío en que estas tesis sean correctas aunque siempre es conveniente tener la mente abierta para admitir cuestionamientos, reflexiones o experiencias concretas que podrían obligar a reformularlas.No es casual que nos hayamos planteado esta sistematización al cumplirse cien años de un acontecimiento que Hegel sin duda habría caracterizado como “histórico-universal”: la Revolución Rusa. Su sorpresiva irrupción en la historia, su triunfo, su contribución a la democratización universal (tema negado por el saber convencional de la ciencia política), su degeneración y posterior derrota abren, un siglo después, numerosos interrogantes de gran actualidad. Pero no sólo ella. Otros ejemplos históricos de América Latina son igualmente fuente de inspiración para estas breves páginas en donde estas tesis serán apenas enunciadas y que confío serán motivo de un trabajo de más largo aliento a realizar en los próximos meses.
Sin más preámbulos pasamos entonces a la consideración de las tesis.
- Primero, como en Rusia, como en Chile, cualquier proyecto, aún los de naturaleza tibiamente reformista, desatarán en nuestros países una virulenta respuesta de los agentes sociales del orden y la conservación. En el caso de América Latina y el Caribe, dada la excepcional importancia estratégica que la región tiene para el imperio y la larga historia de dominación oligárquica, no hace falta una revolución para desencadenar una sangrienta contrarrevolución. Cualquier idea en contrario, o toda negación de esta, diríamos, ley fundamental de la revolución, es una peligrosa ilusión. Recordemos lo acontecido en numerosos experimentos reformistas en países tan diversos como Guatemala 1954, Brasil 1964; República Dominicana 1965, Argentina 1966 y 1976; Chile, 1973, y lo que ha venido ocurriendo en fechas recientes en Bolivia, 2008; Honduras, 2009; Ecuador, 2010; y Venezuela a poco de iniciado el proceso bolivariano con el golpe del 11 de Abril del 2002, el paro petrolero de fines de ese mismo año hasta febrero del 2003, la abstención insurreccional de la oposición que no presentó candidatos a la elección de la Asamblea Nacional en 2005 y la escalada de violencia iniciada luego de la muerte de Chávez, procesos todos estos que fueron bañados en sangre. Lula una vez observó que en Brasil la oligarquía es tan racista y reaccionaria que el sólo hecho de ver a un negro o un mulato subirse a un avión le provoca un odio visceral capaz de incitarla a cometer los más horrendos crímenes. Por ejemplo, prender fuego a un indio por el sólo hecho de serlo, como se hizo en Brasilia en los años que era presidente, o a jóvenes sospechosos de “portación de cara incorrecta”, como lo perpetró la “oposición democrática” en Caracas en por lo menos tres oportunidades.
- Segundo, en contextos reformistas, progresistas y mucho más, en los marcos de una revolución, sería fatal caer en la ilusión de pensar que existe oposición leal. La derecha no conoce lo que es eso: su deslealtad es permanente e incurable. Aquí y en todas partes cuando no es gobierno la derecha siempre es conspirativa y destituyente. Como lo recordara Maquiavelo, los ricos jamás van a dejar de ver a cualquier gobernante como un intruso, aún aquellos que se desviven por complacerlos. Mucho más si quien lleva las riendas del estado tiene la osadía de promover políticas contrarias a sus intereses. Y, amenazada, aunque sea superficialmente por iniciativas reformistas, el tránsito desde la oposición institucional a la contrarrevolución violenta se efectúa en muy poco tiempo. La respuesta a la contrarrevolución y sus estrategias criminales y violentas no puede ser la misma que se concede, en épocas normales, a la oposición. Venezuela es, otra vez, un ejemplo de las consecuencias que tuvo el hecho de no reaccionar con la suficiente energía ante las tácticas violentas de la fracción extremista y terrorista de la oposición. Esta política, inspirada en el propósito de evitar el escalamiento de la violencia, tuvo por resultado exactamente eso y colocó al país al borde de una guerra civil. Por otra parte, al no defender adecuadamente el orden público mediante la represión legal de los violentos facilitó que el sector extremista se convirtiese durante meses en la fracción hegemónica de la oposición, subordinando e intimidando a fuerzas opositoras que seguían apostando a los dispositivos institucionales. El resultado fue una larga demora en la pacificación del país, y un muy elevado número de muertos, heridos y propiedades públicas y privadas destruidas por la violencia desatada por el sector terrorista de la oposición, amén de darle pábulos a las campañas internacionales de satanización del gobierno de Nicolás Maduro.
- Tercero, todo proceso de cuestionamiento al capitalismo en el plano nacional origina una respuesta internacional,
porque el capitalismo es un sistema-mundo, al decir de Immanuel
Wallerstein, signado por el imperialismo, con ramificaciones locales
pero completamente internacionalizado y que tiene un “Estado Mayor” que
se reúne anualmente en Davos y un conjunto de instituciones de alcance
planetario que funcionan como los perros guardianes que custodian los
privilegios y las prerrogativas del capital. Casos concretos: el FMI, el
BM, la Organización Mundial del Comercio, la Comisión Europea, a las
cuales hay que agregar organizaciones informales como el grupo
Bilderberg y la ahora desfalleciente Comisión Trilateral. Defender estos
procesos transformadores, por lo tanto, sólo podrá hacerse construyendo
una adecuada correlación internacional de fuerzas. Puede ser un país
grande, como lo fue la República Soviética en los primeros años de la
revolución; o pequeñísimo, como la isla de Granada, en el Caribe, pero
la respuesta de la “internacional burguesa” será siempre la misma:
aplastar a las fuerzas insurgentes, cortar de raíz ese proceso y evitar
la propagación del virus revolucionario. Y si para ello es necesario
destruir un país se lo destruirá sin miramiento alguno. Se lo hizo, pero
no de manera irreversible, en Rusia; se lo hizo por completo en
Granada, y se lo está haciendo infructuosamente en Cuba desde 1959 y en
Venezuela en los últimos años.
Aunque en la academia el tema del imperialismo no se tiene casi nunca en cuenta, los decidores de la política de Estados Unidos saben que esto es así. Dos perlas apenas para ratificar lo dicho: las declaraciones de Karl Rove, principal consejero del presidente George W. Bush cuando dijo “Nosotros ahora somos un imperio, y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras usted está estudiando esa realidad –si quiere, juiciosamente- nosotros actuaremos otra vez, creando otras nuevas realidades que usted puede estudiar también. … Nosotros somos los actores de la historia, y usted, todos ustedes, deberán conformarse con tan solo estudiar lo que nosotros hacemos.” Y la más reciente, de apenas ayer, del Secretario de Estado de Donald Trump, Rex Tillerson, cuando dijo que “EEUU dice que está estudiando la forma de derrocar a Maduro. Las diferentes agencias de información e inteligencia de Estados Unidos están evaluando qué acciones pueden tomar para forzar al presidente de Venezuela a abandonar el poder de forma voluntaria o imponer un cambio de Gobierno en el país.”
- Cuarto: la existencia de un partido revolucionario, el “Príncipe Colectivo” de Gramsci, es esencial para el éxito del proceso revolucionario. Esto no significa asumir como modelo de partido el teorizado por Lenin en el ¿Qué Hacer? (uno de los cuatro modelos de partido del autor), pero sí de una formación política preparada ideológica y prácticamente para asumir la dirección del proceso. La ausencia de ese partido (en la Bolivia de la Asamblea Popular de Juan José Torres en 1971, o en Venezuela antes de la creación del PSUV); su fragmentación (los seis partidos de la UP en Chile); o la dilución o abandono de sus ideas, como ocurriera con el PT en Brasil o la SD en Europa y en América Latina (el PRI en México, el APRA en el Perú, Liberación Nacional en Costa Rica) en cualquiera de sus variantes es fatal para el futuro del proceso revolucionario. Esto no significa minimizar otros formatos de organización política, como los movimientos sociales, con los cuales es imprescindible lograr una virtuosa articulación. Pero a la hora de plantearse la conquista del poder estos no pueden sustituir al “Príncipe Colectivo” capaz de ofrecer una visión totalizadora e integral del proyecto emancipatorio, superadora de los particularismos de los movimientos y de las enormes limitaciones del espontaneísmo de las masas, capaz de producir heroicas acciones de rebelión y resistencia pero incapaz de asegurar la conquista del poder, el problema número uno de toda revolución según los clásicos del marxismo.
- Quinto: la educación, la concientización política al estilo Paulo Freire es una condición esencial del triunfo de cualquier proyecto reformista o revolucionario. Es lo que plantea Lenin en su cuarta teorización sobre el partido: la primera se plasma en el ¿Qué Hacer?; luego el POSDR-bolchevique como partido típico de la II Internacional; en la inminencia de la RR aparece la tercera teorización, y el partido se eclipsa y el protagonismo lo asumen los Soviets; la cuarta teorización, a comienzos de los años veinte tiene al partido como educador, como formador de la nueva civilización, creador del “hombre nuevo” del Che. Y esta es la tarea fundamental, que desgraciadamente no hicieron, o hicieron de modo incompleto y mal, los procesos emancipatorios del “ciclo progresista” que se iniciara con el ascenso de Hugo Chávez Frías a la presidencia de Venezuela. En todas estas experiencias se cayó en el error de pensar que el “boom de consumo” crearía conciencia política; que los gobiernos que se esmeraran por realizar una profunda política social que sacara de la pobreza extrema a millones de personas cosecharían la lealtad y la gratitud de los redimidos. Lo lograron, pero sólo parcialmente porque una parte significativa de esos sectores populares incorporados al consumo y empoderados con nuevos derechos no se identificaron con los gobiernos que habían acudido a socorrerlos ni cerraron filas en torno de sus organizaciones partidarias o sus candidatos. Un sector nada desdeñable, obnubilado por su renovado poder adquisitivo, hizo suyas las aspiraciones y orientaciones político-ideológicas de los conservadores sectores medios. En palabras de Frei Betto, estos procesos progresistas más que ciudadanos crearon consumidores, y estos actuaron políticamente en consecuencia. Imitaron no sólo las pautas de consumo de las capas medias sino también sus orientaciones políticas.
- Sexto: para que el partido y el gobierno de una revolución puedan cumplir su misión histórica se requiere un denodado esfuerzo para evitar la deformación burocrática y fortalecer el debate y la democracia protagónica de base. Esta degeneración tiene profundas raíces sociológicas y no es nada fácil de contrarrestar. Lenin se percató de la gravedad del problema en los últimos años de su vida. Mao lo advirtió a tiempo y por eso lanzó su Revolución Cultural concebida para abortar la deformación burocrática de la revolución china. Era una idea correcta pero que desató una dinámica política que se le escapó de sus manos y produjo consecuencias desastrosas. Pero, insisto, la lucha contra el burocratismo y el sustitutivismo, cuando la dirección reemplaza al protagonismo de la base, es una tarea de excepcional importancia. Lo anterior es tanto más importante si se recuerda que el estado, todo estado, aún el revolucionario, es una institución que abriga en su seno tendencias esencialmente conservadoras. La burocracia lo es, y no hay estado sin burocracia y la lógica weberiana de la misma hace que el funcionariado, aún el de los estados revolucionarios, llegue inclusive a ser poco amigable con los procesos de cambio, desconfíe de la iniciativa de las masas, prefiera las discusiones “a puertas cerradas” y manifieste una tendencia a buscar soluciones “técnicas” cuando toda la vida social está inficionada de la política. Esto supone, en consecuencia, que los gobiernos progresistas deben alentar la organización autónoma de la base popular. Cuestión muy difícil porque aún los gobiernos más radicales se sienten amenazados cuando sus propias organizaciones, identificadas con el proyecto emancipatorio, actúan de manera independiente y temen los efectos desestabilizadores que pudieran derivarse de sus demandas. Este puede ser un problema, sin duda. Pero otro más serio es cuando esas organizaciones de base están controladas “desde arriba” y maniatadas por el poder porque, en tal caso, su utilidad política es igual a cero. Su debilidad y su docilidad ante las directivas gubernamentales lejos de fortalecer al gobierno terminan debilitándolo. Es una dialéctica compleja y difícil, y la reacción de los gobernantes siempre es de suma suspicacia en relación a este tema. En línea con esto por algo decía Chávez: ¡”Comunas o nada!”
- Séptimo: recordar que una cosa es el acceso al gobierno y otra completamente distinta, mucho más ardua, la conquista del poder del estado. Este es el entramado de fuerzas sociales de las clases dominantes en sus diversas expresiones: en la economía, la política, la prensa, las fuerzas armadas, las instituciones judiciales, los gobiernos locales, la iglesia, etcétera. Es lo que en la ciencia política norteamericana autores como Peter Dale Scott llaman “deep state”, un gobierno en las sombras, electo por nadie, responsable ante nadie, que no deben rendir cuentas y que articula los intereses más poderosos de la sociedad. Llegar al gobierno es un buen paso adelante, pero si no se complementa con la dinámica avasallante de la calle, es decir, con la organización y movilización política de las clases y capas populares y su concientización, es bien poco lo que un gobierno de izquierda podrá hacer. La neutralización, esterilización o expropiación de aquellas fuentes no democráticas de poder político es esencial para garantizar el futuro de cualquier reforma y mucho más de cualquier revolución. Tal vez uno de los rasgos más salientes de la coyuntura actual en países como Brasil, Argentina y Perú sea el hecho de que el poder real y sus agentes conquistaron el gobierno, revirtiendo un proceso inconcluso por el cual las fuerzas de izquierda que habían llegado al gobierno fracasaron en sus proyectos –en caso de que los hubieran tenido- de conquistar el poder.
Conclusión
Lo expuesto más arriba permite apreciar como algunos de los problemas que atribularon a la Revolución Rusa desde sus inicios se reproducen, por supuesto que con características diferentes habiendo transcurrido un siglo, en los procesos reformistas y emancipatorios de América Latina. Los actores no son los mismos; el sistema internacional experimentó profundas mutaciones; el marco geopolítico latinoamericano que nos sitúa como el “patio trasero” del imperio es radicalmente distinto al que prevalecía en Rusia con el triunfo de la revolución, pero la dinámica de la lucha de clases y su expresión en el plano del estado y, como decía Gramsci, y de “las superestructuras complejas” revela sorprendentes paralelismos y recurrencias que constituyen útiles lecciones que sería por lo menos imprudente no tomar adecuadamente en cuenta y que conforman el andamiaje básico de lo que con cierta cautela podríamos considerar como una “sociología de las revoluciones”.A un siglo del emblemático cañonazo del Aurora nuestra región enfrenta una encarnizada contraofensiva imperialista dispuesta a barrer con los avances registrados desde finales del siglo pasado. El proyecto norteamericano no podría ser más ambicioso: cerrar el odioso (para Washington, por supuesto) paréntesis abierto por la Revolución Cubana y restablecer la “normalidad” en el hemisferio, entendida ésta como una dócil colección de gobiernos sumisamente plegados a los designios, mandatos y prioridades de la Casa Blanca. Para evitar tan fatídico desenlace será preciso hacer memoria y recordar las enseñanzas de los padres fundadores de la Patria Grande: Bolívar, San Martín, Artigas y tantos otros, y más tardíamente, las de Martí. Pero también tomar nota de los avatares corridos por otros procesos revolucionarios, y el caso de la Revolución Rusa por muchos motivos es de una especial trascendencia para nuestros pueblos. En este trabajo procuré explorar ese terreno, en la esperanza de que otros se sumen a esta empresa colectiva para, a partir del conocimiento de la experiencia soviética poder discernir las formas más efectivas para profundizar y radicalizar nuestros procesos emancipatorios y evitar cometer algunos errores que, como lo demuestran los casos de Argentina y Brasil, están ocasionando grandes sufrimientos a nuestros pueblos y amenazan con desandar el camino recorrido en las últimas dos décadas.
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