martes, 5 de agosto de 2025

La Revolución no debate en terreno ajeno

Por Luis Fidel Escalante

En un mundo atravesado por guerras ideológicas más sofisticadas que los cañonazos, donde las plataformas digitales reemplazan a los antiguos frentes de batalla y las narrativas sustituyen a los fusiles, el pensamiento revolucionario debe mantener una claridad meridiana: no todo intercambio de ideas es diálogo, y no todo diálogo es un acto de emancipación.

Desde hace décadas, los centros de poder imperial han comprendido que la dominación más efectiva no se logra mediante la ocupación militar, sino a través de la colonización simbólica: imponer valores, sentidos comunes y referentes culturales que desarmen desde dentro las bases ideológicas de los pueblos que resisten. Es lo que el Comandante Fidel Castro, con su proverbial lucidez, denunció en múltiples ocasiones como la “guerra de pensamiento”.

FIDEL Y EL PRINCIPIO DE LA SOBERANÍA CULTURAL

Fidel lo dijo en ese sentido en enero de 1961:

“No vamos a darles tribuna a los enemigos de la Revolución. ¿Para qué? ¿Para que digan mentiras, para que confundan, para que dividan?”

Esta posición no es censura. Es autodefensa. La Revolución cubana, como toda revolución verdadera, no nació para ser neutral, ni equidistante, ni dócil. Nació para vencer, para transformar, para construir soberanía en todos los planos: económico, político, militar, cultural. Y defender esa soberanía implica comprender que también en el campo de la comunicación se libran hoy las batallas cruciales de nuestra época.

No se trata de temer al debate, sino de reconocer sus condiciones materiales. ¿Quién define las reglas? ¿Quién financia los espacios? ¿Con qué fines? ¿Bajo qué lógicas se construye la legitimidad de los interlocutores? Estas preguntas no son accesorias: son el núcleo del dilema estratégico. Porque, como advirtió Gramsci, la hegemonía no se impone solo por coerción, sino por consenso fabricado. Y en ese proceso, los medios de comunicación son fábricas de sentido al servicio de los intereses dominantes.

LA TRAMPA DE LA EQUIDISTANCIA

Los revolucionarios no pueden ni deben participar ingenuamente en escenarios diseñados para relativizar la historia, despolitizar la lucha de clases y presentar la Revolución como una opción entre muchas, desprovista de su excepcionalidad moral. En el tablero global del poder blando, se crean “foros plurales” que en realidad son vitrinas cuidadosamente curadas para validar las ideas del adversario bajo un barniz de diversidad.

Allí, la Revolución no es escuchada: es puesta en juicio. Y quien asiste sin denunciar la arquitectura del montaje, termina avalando el espectáculo. Por eso Fidel, en 1990, fue tajante:

”¿Para qué vamos a darles entrevistas [a los medios del imperialismo]? Para que manipulen, para que tergiversen. Nosotros tenemos nuestros propios medios para hablarle al pueblo.”

La claridad del Comandante no era producto del aislamiento, sino de la conciencia. Una conciencia profundamente internacionalista, capaz de comprender que la defensa de la Revolución Cubana era —y sigue siendo— la defensa de todos los pueblos que sueñan con transformar su sociedad.

NO CEDER EL TERRENO: ETICA REVOLUCIONARÍA EN TIEMPOS DE GUERRA CULTURAL

No basta con tener razón. Hay que saber defenderla. No basta con ser honestos. Hay que ser estratégicos. En la guerra cultural, cada palabra, cada escenario, cada interlocutor, tiene un peso específico. Fidel insistió en que “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, porque entendía que el enemigo no busca diálogo: busca grietas.

La batalla de las ideas no es abstracta. Se libra en las universidades, en los medios digitales, en los festivales culturales, en los podcasts, en las redes sociales, en los debates que aparentan ser neutros pero están cargados de códigos ideológicos profundamente restauradores. Y frente a eso, nuestra tarea es clara: desenmascarar, resistir, construir alternativa.

SOMOS CONTINUIDAD: CON CLARIDAD, CON FIRMEZA, CON DIGNIDAD

La defensa de la Revolución no puede estar sujeta a las reglas del adversario. No somos nosotros quienes debemos justificar nuestra existencia. Es el imperialismo quien debe justificar siglos de saqueo, violencia y mentira. Nosotros, como hijos e hijas de Fidel, tenemos la responsabilidad de sostener su legado con inteligencia, con valentía y, sobre todo, con lealtad profunda al pueblo que hizo posible esta obra colectiva.

En tiempos de ofensiva ideológica global, hablar claro también es resistir. Negarse a validar la trampa del pluralismo imperial también es construir poder popular. Y como bien dijo Fidel:

“No les daremos espacios para que promuevan sus mentiras.”

Porque en la guerra prolongada por la conciencia de los pueblos, participar ingenuamente puede significar validar al enemigo. Y validar al enemigo, en su terreno, con sus reglas, es traicionar el espíritu mismo de la Revolución.

SER CONTINUIDAD NO ES CONSIGNA: ES COMPROMISO HISTÓRICO E IDEOLÓGICO

Defender la Revolución Cubana hoy —en medio de una ofensiva imperial multifacética— no es simplemente resistir: es comprender profundamente por qué resistimos, cómo resistimos y para quién resistimos. La continuidad no se proclama; se construye desde la preparación ideológica, la claridad estratégica y la fidelidad a los principios que nos trajeron hasta aquí.

Fidel lo entendió mejor que nadie. No confundía actores con sujetos políticos. Sabía que el sujeto político —el pueblo organizado, consciente, movilizado— es una construcción histórica, no un hecho natural. Se forma, se destruye, se transforma. Y esa transformación puede orientarse al bien común o ser capturada por las lógicas del poder hegemónico si no se actúa con responsabilidad revolucionaria.

Por eso, quienes entran a la defensa pública de la Revolución —ya sea desde la trinchera artística, académica, profesional o comunicacional— tienen el deber de prepararse ideológicamente. La buena voluntad no basta. El enemigo no se enfrenta con ingenuidad. En las grietas de comprensión, en la superficialidad política, en el vacío estratégico, es donde el adversario introduce sus armas más peligrosas: el disfraz del pluralismo, la confusión simbólica, la manipulación emocional.

Sobre esto Fidel decía:

 “UN  REVOLUCIONARIO CONSCIENTE DE LO QUE  HACIENDO SERÁ MAS UTIL EN TODOS LOS ÓRDENES QUE UN REVOLUCIONARIO QUE TENGA MUCHO ENTUSIASMO,  MUCHA BUENA FE, PERO QUE NO COMPRENDA”

No se trata de censurar la voz del artista ni de limitar el pensamiento crítico. Al contrario: se trata de fortalecerlo, de dotarlo de conciencia histórica y sentido estratégico, como hacía Fidel, que jamás negó el papel de la cultura, pero siempre exigió compromiso con el proyecto emancipador. Porque la Revolución no puede ser defendida a medias. Quien la defiende debe asumir sus responsabilidades, estudiar su historia, comprender sus batallas y cuidar sus símbolos.

Ser continuidad digna de Fidel no es repetir sus palabras, es entender su método. Es leer los signos del momento, es saber quién habla y desde dónde, es construir trincheras ideológicas sólidas que no puedan ser tomadas por asalto. Es asumir que, en tiempos de guerra cultural, cada gesto público tiene consecuencias políticas, y que por ello, debemos pensar antes de hablar, estudiar antes de actuar, analizar antes de conceder.

EL ENEMIGO NOS ESTUDIA. ¿COMO NO VAMOS NOSOTROS A ESTUDIARNOS A NOSOTROS MISMOS?

Ser continuidad es, en última instancia, tener el coraje de no abandonar los principios, de no entregarse a la moda del equilibro aparente ni al fetiche de la neutralidad. Es tener la valentía de pensar desde el pueblo, con el pueblo y para el pueblo. Y sobre todo, es tener la claridad de que la Revolución no será defendida por reflejo, sino por conciencia.

Como nos enseñó Fidel, la Revolución se defiende con ideas, con verdad y con la dignidad de quienes saben que la historia no perdona la ingenuidad.

NO ES AMOR INGENUO NI LA RECONCILIACIÓN LO QUE SOSTIENE LA REVOLUCIÓN: SON LOS PRINCIPIOS

Que no se confunda nadie: la defensa de la Revolución no se media por el amor romántico ni por gestos simbólicos de reconciliación. No es el afecto difuso hacia una patria idealizada, ni la buena intención de “tender puentes” lo que garantiza la soberanía de un pueblo asediado. Es, por el contrario, la lealtad firme a los principios revolucionarios, la claridad ideológica, y la voluntad inquebrantable de no ceder ni un centímetro al enemigo en el terreno de las ideas.

La Revolución no necesita apóstoles del diálogo vacío, sino militantes del pensamiento lúcido, capaces de discernir cuándo una conversación es trampa y cuándo es oportunidad; cuándo se siembra conciencia y cuándo se cultiva confusión. Como advirtió Fidel, no es neutral quien, con modales suaves, busca deslegitimar el proyecto socialista desde dentro. Y no es revolucionario quien, por quedar bien, abre las puertas de nuestra casa a los emisarios del despojo.

El amor verdadero a la patria se expresa no en la ambigüedad complaciente, sino en la defensa concreta del proyecto que ha dignificado a millones. Y esa defensa no se construye desde la ingenuidad: se construye desde la ideología, desde la historia, desde la conciencia de clase, desde la ética revolucionaria que sabe que no todo se negocia, y que la justicia no es un punto medio, sino una trinchera.

Reconciliarnos con el enemigo que aún nos bloquea, nos desprecia y nos quiere ver de rodillas, no es paz: es claudicación. Y con la Revolución no se claudica.

La continuidad no es afecto: es compromiso.

La unidad no es reconciliación abstracta: es fidelidad al pueblo.

La defensa no es neutralidad: es militancia.

Y el amor, si es revolucionario, no abdica de los principios por simpatía.

Porque lo que está en juego no es un debate académico, ni un gesto diplomático: es el destino de un proyecto histórico que ha demostrado, con errores y aciertos, que otro mundo es posible.

Y para defenderlo, no basta con quererlo. Hay que entenderlo. Hay que sostenerlo. Hay que prepararse para ello.

Como nos enseñó Fidel:

“No se puede construir el socialismo con armas ideológicas del capitalismo.”

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